Homilía Solemnidad Reina de Palestina 2024
Hch 1,12-14; Ap 11,19a; 12,1,3-6a,10a; Lc 1,41-50
Deir Rafat, 26 de octubre de 2024
Queridas Excelencias,
Queridos hermanos y hermanas:
¡Que el Señor les dé la paz!
Como cada año, hemos vuelto aquí, a los pies de la Patrona de nuestra Diócesis, la Reina de Palestina, para rezar, ante todo, por nuestra Iglesia, por nuestra Tierra Santa y por todos los pueblos que la habitan. Y como sucede con demasiada frecuencia, también nosotros debemos llevar nuestro dolor y nuestro cansancio aquí, a los pies de la Virgen. Una vez más, de hecho, nos vemos obligados a mostrar todo nuestro cansancio por esta guerra, que nos ha desgastado a todos, como nunca antes. No quiero repetir lo que ya he dicho demasiadas veces sobre la guerra. Nunca en las últimas décadas habíamos visto tanta violencia y odio. Se hace realmente difícil ver una luz en esta larga noche de dolor.
Pero al mismo tiempo no queremos ni podemos rendirnos a la arrogancia, al poder de la violencia, al ciclo de represalias y venganzas, y permanecer impotentes ante los escombros humanos que todo esto está causando. Por eso seguimos aquí, para pedir la intercesión de la Santísima Virgen, para recibir la fuerza y el coraje para seguir creyendo en el poder del amor de Dios, para pedir la fuerza para seguir siendo aquí, en Tierra Santa, una comunidad de hombres y mujeres que quieren construir relaciones de vida, de amor, de dignidad y de justicia.
El pasaje del Libro del Apocalipsis que hemos escuchado, en cierto modo, expresa bien lo que estamos viviendo.
Se habla de un "enorme dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos y siete diademas en sus cabezas; su cola arrastró la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó a la tierra" (Apocalipsis 12,3-4). Es una descripción efectiva del poder del mal en el mundo, del poder de Satanás. Los números siete y diez son números que indican totalidad, indican poder, al igual que las diademas. Dicen lo poderoso y dominante que es el mal, incluso capaz de crear grandes ruinas.
Pero por muy poderoso que sea, ese gobernante es incapaz de someter a su poder a la "Mujer Vestida de sol" y al niño que está a punto de dar a luz.
Y esto nos recuerda una gran verdad: en la vida siempre tendremos que lidiar con el mal que impera en el mundo. Pero ese mal, Satanás, a pesar de su grandeza, se vuelve impotente ante la fuerza de una mujer que está a punto de dar a luz a un niño, es decir, ante la fuerza del amor que genera vida. Allí, el mal, Satanás, no encuentra terreno para echar raíces, no puede engañar con sus mentiras. Ningún Dragón puede vencer ante el amor que se da, no hay armas efectivas contra quien da la vida por amor.
Esta es nuestra fe, y en ella basamos nuestra vida los creyentes en Cristo, en el amor que salva. Nos salva de nuestros miedos, de la arrogancia del poder humano, de nuestro egoísmo, de la presunción de poder vivir solos, de la ilusión de poder alcanzar la felicidad con el dinero y el poder, que en cambio solo generan soledad.
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta a dos mujeres, la Virgen y Santa Isabel, que celebran una frente a la otra las maravillas de la obra de Dios en ellas. No hay nada llamativo en ese encuentro. No hay estrellas que caen del cielo a la tierra, sino solo dos mujeres que, en un mundo ya entonces atormentado por tanta violencia, de maneras diferentes, hicieron posible que se cumpliera la obra de la salvación, la plenitud del Reino de Dios. Poco a poco, pero con tenacidad, ese Reino se expandirá por todo el mundo y hará visible, concreto y posible el deseo de justicia, dignidad, verdad y paz.
Estamos aquí hoy, para pedir ese don para nosotros, para nuestra Iglesia. Pedimos también el don del Espíritu Santo, para que nos dé la fuerza, el coraje y la tenacidad para poder crear y mantener entre nosotros esas relaciones de dignidad y de paz. Poder estar en esta tierra marcada por tanta violencia, el lugar donde ningún Dragón pueda tomar el poder. Para no ceder a la lógica de que para ser feliz y libre no debe haber lugar para nadie más que para nosotros. No permitir que los muchos y comprensibles miedos sean la única voz dentro de nuestros corazones y en nuestros contextos de vida.
Sabemos que esta guerra no terminará pronto. Sabemos que no veremos perspectivas de paz en el corto plazo. Pero también tenemos la certeza y creemos en el cumplimiento de la Palabra del Señor (cf. Lc 1,45), y en que el mal no tendrá la última palabra en nuestras vidas y en la vida de Tierra Santa.
Y nosotros, queremos ser esa palabra de vida, queremos ser la Iglesia que cree, espera y ama, y que hace visible la presencia del Reino de Dios, con nuestro trabajo y nuestra palabra.
Nunca nos rendiremos. Y aquí, a los pies de la Santísima Virgen, renovamos nuestro compromiso en la construcción del Reino de Dios, que es un Reino de "justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo" (Rom. 14, 17). Amén
*Traducción no oficial, en caso de cita, utilice el texto original en inglés en italiano – Traducción de la Oficina de Medios del Patriarcado Latino