Homilía Ordenaciones sacerdotales en CTS
San Salvador, Jerusalén, 29 de junio de 2024
Hch 12,1-11; 2Tim 4,6-8.17-18; Mt 16,13-19
Queridos hermanos en Cristo y en San Francisco:
Querido Padre Custodio,
¡Que el Señor os dé la paz!
Es agradable encontrarse cada año aquí, en esta Iglesia y celebrar junto con la Custodia la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, una solemnidad especial para toda la Iglesia católica, y rezar junto a los nuevos sacerdotes que hoy son ordenados, por la vida de la Iglesia, por el Santo Padre y por todos nosotros.
Aunque lo escuchamos todos los años, y a menudo más de una vez, el pasaje del Evangelio de hoy sigue inquietándonos en cierto modo. En efecto, la pregunta sobre Jesús nunca ha dejado de interpelar a generaciones de creyentes y de no creyentes. Incluso después de dos mil años, la cuestión de la identidad de Jesús sigue interpelando a quienes se cuestionan seriamente la vida. Jesús nunca deja de sacarnos de nuestra zona de confort, especialmente a nosotros los creyentes. Y si no nos hacemos la pregunta, si esta pregunta no nos inquieta, entonces tal vez tengamos algunos problemas serios de fe.
En definitiva, la pregunta de Jesús a sus discípulos sigue resonando en el corazón de muchos, siempre, hasta nuestros días. En cualquier librería del mundo, por ejemplo, es seguro que se pueden encontrar autores que proponen nuevas teorías - a veces interesantes, a veces extrañas - sobre Jesús, sobre su identidad, sobre los Evangelios, sobre la Iglesia, que según ellos habrían entendido o no quién es Jesús, según el caso.
Después de todo, lo que escuchamos en el Evangelio sigue ocurriendo hoy. Para algunos fue Juan el Bautista, para otros Elías o alguno de los profetas. En la conclusión del último libro del Antiguo Testamento, según el canon católico, el profeta Malaquías habla del profeta Elías, que volvería para convertir "los corazones de los padres hacia los hijos y los corazones de los hijos hacia sus padres" (Mal. 3,24), y que devolvería la fe correcta a la vida del pueblo. El legado del profeta Elías, según los evangelistas, volverá, de hecho, y será identificado por Juan el Bautista, no en vano la primera figura del Nuevo Testamento.
Para muchos, en definitiva, Jesús era el enviado especial de Dios, un nuevo Elías, un personaje fascinante, que tenía alguna cosa milagrosa, pero que seguía estando dentro de la comprensión humana. Dios es otra cosa, los planes no deberían confundirse. Es la tentación que, cíclicamente, siempre vuelve: intentar reducir "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt. 16,16) a un enviado especial, un personaje único, pero sólo humano. Nada que ver con el Kyrios, el Señor. Sin resurrección. No es casualidad que, en todos los Evangelios, este pasaje esté vinculado al anuncio de la muerte y la resurrección, a la Pascua, donde el Kyrios se manifestará en toda su humanidad y en toda su divinidad, con "el poder de su resurrección" (Flp 3,10), donde se revelará plenamente la verdadera identidad de Jesús.
Incluso hoy, en definitiva, experimentamos la tentación de pensar en Jesús como un Elías, o uno de los profetas, alguien a quien en cierto modo podemos poseer, mantener dentro de nuestra comprensión humana, y que nos deja cómodos, al fin y al cabo, en nuestra zona de confort. No necesitamos quimeras, como la salvación, porque nos salvamos a nosotros mismos. No necesitamos un salvador, a lo sumo necesitamos un personaje brillante que nos haga pensar, pero nada más.
Pero vosotros, queridos hermanos, no lo habéis dejado todo, no habéis abrazado la vida religiosa sólo para ir tras de un hombre corriente, por fascinante que sea, que vivió aquí hace dos mil años. Y no estáis a punto de convertiros en sacerdotes, en mediadores, en lugar de encuentro entre ese hombre y el mundo. Sería lamentable que así fuera. Lo habéis dejado todo, vuestra vida ha cambiado; estáis a punto de convertiros en sacerdotes, en lugar de encuentro, en presencia e imagen de un Dios vivo, de Aquel que trajo la salvación, que todo hombre y el mundo necesitan.
Porque la vida del mundo está marcada por el pecado y necesita la salvación, que es el primer anuncio que estáis llamados a proclamar. Con vuestra vida, cuando partís el pan en el altar, cuando lleváis el consuelo y el perdón de Dios, cuando os inclináis sobre las heridas del mundo para traer el bálsamo del consuelo, os hacéis mensajeros del poder de la resurrección de Jesús, y no mensajeros de un hombre meramente interesante.
Pero ser imagen de Cristo implica también asumir sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 5), conocerlo, familiarizarse con Él. Un sacerdote interesante es aquel que expresa en su vida, en sus discursos, en su oración, en su estilo de vida, familiaridad con la persona de Jesús. Un sacerdote no es interesante, sin embargo, cuando se ocupa de todo, tiene el corazón inmerso en todo, pero no deja traslucir esa familiaridad. No es útil cuando su identidad de sacerdote de Dios se mezcla con la dinámica del mundo. El sacerdote se ocupa de la vida del mundo, ciertamente, pero no le pertenece. La familiaridad con Jesús le hace cercano, pero también, en cierto sentido, diferente. Si no eres diferente, si en tu vida no traes un sabor de las cosas de arriba, ¿de qué os sirve el sacerdocio, a quién le interesa conoceros, si no ven una luz diferente en vuestros ojos?
No se llega tan lejos por uno mismo, es un don: "esto no os lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt. 16, 17). En vuestra vida de oración, que debe ser una cita constante en vuestra vida de sacerdotes, debéis cultivar siempre esta amistad, frecuentar su palabra, dejaros guiar por Él, confiando plenamente en Aquel que dio su vida por nosotros. Es un don que hay que cultivar continuamente. Como todas las amistades, necesita ser frecuentada. Uno no sigue siendo amigo de personas con las que no se relaciona habitualmente. No se es amigo de Jesús si no se le frecuenta constantemente. Uno no es un sacerdote sólido, si construye su vida sólo sobre sí mismo, en lugar de encomendarse a la Iglesia.
Este don, de hecho, no es sólo personal. La Iglesia es el lugar para cultivar esta experiencia particular. No ataréis ni desataréis cargas del corazón de las personas por vosotros mismos, sino siempre en nombre de la Iglesia, guiada por el sucesor de Pedro: "sobre esta roca edificaré mi Iglesia" (Mt. 16, 18). Sobre esta Iglesia. No sobre vosotros mismos, sobre vuestra idea de la Iglesia, no sobre nuestros caprichos pasajeros, sino sobre y en la Iglesia.
Jesús confía a Pedro la vida de la Iglesia y su deseo de salvación para todo hombre. Al débil e impulsivo Pedro. El personaje impetuoso que irrumpe fácilmente en escena, el que confiesa a Jesús como el Mesías de Dios; pero también el que quiere detener Su camino hacia Jerusalén. Pedro es el hombre indeciso y temeroso, que no tiene el valor de confesar a Jesús en el momento doloroso de la pasión, traicionándolo. Pedro, sin embargo, no se asusta ante su propio fracaso, no se detiene y no deja que su pecado le cierre el corazón, sino que sabe asombrarse, sabe buscar, sabe recomenzar y de hecho correr, incluso ante el increíble anuncio del sepulcro vacío.
También vosotros tendréis la tentación de rendiros a la debilidad. También nosotros, la Iglesia de Jerusalén, experimentamos la tentación de rendirnos ante la trágica situación que estamos viviendo. Dentro de este conflicto, que ya forma parte de la identidad de la Iglesia, también nosotros tenemos la tentación de confiar en un mesías meramente humano, como uno de los profetas, de empuñar la espada, de conservar nuestra propia vida para nosotros mismos, en lugar de darla por la vida del mundo, en la Eucaristía como en la vida.
En tiempos de la dictadura del sentimiento, donde la autenticidad corre cada vez más el riesgo de rimar con la subjetividad y la verdad con lo que excita, la fe no puede reducirse a una sensación intimista, o a una acción humana o política, sino que debe volver a ser una opción convencida que orienta y cambia la vida, y por tanto también convincente. Con Pedro, estamos llamados a salir de la estrechez de nuestro ego o de las opiniones comunes y abrirnos al Tú mayor que nosotros, el Tú de Cristo que nos abre al Nosotros de la Iglesia. Y sólo pronunciando ese Tú, en medio del Nosotros de la Iglesia, recuperaremos nuestra verdadera identidad: ¡tú eres Pedro! (Mt 16,18). Y no será una identidad rígida, cerrada, excluyente, que se opondrá a las identidades de los demás, sino que será una identidad recibida como don, purificada por el amor en forma de Cruz, dispuesta a transformarse en servicio para que todos se encuentren hermanos.
Queridos hermanos,
Hoy la Iglesia de Jerusalén está de fiesta, porque dos nuevos sacerdotes se han unido a las filas de los que quieren hacer suyos los sentimientos de Cristo, y ser portadores de salvación en nuestra Iglesia, en mensajeros de otro modo de estar en la vida del mundo, de los que, sin temor a la traición y a la debilidad, han experimentado en su propia carne la alegría de la salvación, de la que ahora son anunciadores convencidos.
Que vuestra vida esté siempre marcada por esta conciencia serena.
Mis mejores deseos, ¡Felicidades!