Jueves, 30 de mayo de 2024
SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI, B,
Mc 14,12-16.22-26
Cuando el Señor creó al hombre, pensó que lo mejor era poner en él una necesidad sencilla pero fundamental, que siempre le recordara algo muy importante, es decir, que era una criatura desaparecida y necesitada.
Esta necesidad se llama hambre.
Para vivir, el hombre necesita alimentarse a sí mismo, necesita algo que sea diferente de sí mismo y que satisfaga su necesidad profunda.
Dios creó al hombre hambriento, desde el primer momento de su existencia, y Dios vio que esta hambre era algo bueno, porque abría al hombre a la confianza, a la capacidad de recibir y, por lo tanto, a la relación.
El hambre siempre nos acompaña, y es un signo de vida: cuando ya no tenemos hambre, la vida nos abandona, ya no pide ser alimentada. Mientras tengamos vida, tenemos hambre.
Pero Dios no se limitó a crear al hombre hambriento: también creó el alimento, y prometió que este alimento nunca faltaría: el hombre podía confiar, porque Dios es Padre, y un padre nunca deja que a sus hijos les falte el pan.
Pues bien, la historia de la salvación ha pasado a menudo por esta coyuntura fundamental, revelando lo que había en el corazón del hombre.
De hecho, el hombre ha sido llamado a menudo a elegir, si confiar o no; si esperar el pan del Padre, o si tratar de procurárselo por sí mismo.
El primer pecado surgió cuando Adán y Eva prefirieron alimentarse a sí mismos en lugar de alimentarse de su relación con su Creador. Y a menudo, incluso las disputas entre hermanos han surgido precisamente de esta pregunta: ¿hay pan para todos en la casa del Padre?
La gran respuesta a esta pregunta está en el pasaje del Evangelio de hoy (Mc 14,12-16.22-26), el relato de la Última Cena de Jesús con sus discípulos.
Estamos, de hecho, en un banquete, donde hay pan y vino.
Jesús toma el pan y, en primer lugar, bendice al Padre, porque reconoce que este pan es un don.El pan le recuerda al Padre, le recuerda que el Padre es fiel y nunca deja de dar vida.
Pero entonces, después de haber sido bendecido, Jesús no guarda el pan para sí mismo, no lo come solo, sino que lo comparte con sus discípulos, para que todos se alimenten y todos experimenten que el Padre alimenta.
Sin embargo, hay una cosa nueva, que hace que este gesto sea único.
Jesús acompaña este gesto con una palabra que da un nuevo significado a este pan, diciendo que este pan es su cuerpo, que está a punto de ser ofrecido en el altar de la cruz (Mc 16,22).
El pan con el que Dios alimenta a su pueblo es Él mismo.
No es solo un pan que alimenta el cuerpo, como cualquier alimento que comemos.
No es solo un pan que alimenta el alma, como cualquier gesto de gratuidad y amor que recibimos.
Es un pan que alimenta la vida de Dios en nosotros, la vida de hijos que se nos da en el bautismo.
Para que esto suceda, sin embargo, es necesaria la participación de los discípulos: varios versículos de este pasaje están dedicados a la preparación del banquete, en el que los discípulos son parte activa: el verbo "preparar" se repite tres veces, pero vuelve solo en la primera parte de la pericope.
La tarea de los discípulos no es marginal: preparan, es decir, traen el pan y el vino que es su vida, esa vida que el Señor asume y que ofrece al Padre, como gozosa restitución del don recibido. Es como un ofertorio, sin el cual el Señor no tendría nada que ofrecer.
Esta vida, ofrecida al Señor para que Él la ofrezca al Padre, es el verdadero alimento de nuestra existencia, el que nos alimenta de vida eterna.
Él nunca fallará, así como nosotros seremos capaces de llevar toda nuestra existencia al Señor, sin dejar nada fuera: porque todo lo que hemos traído al Señor, con confianza, será salvado.
Lo tomará en sus manos y lo ofrecerá al Padre para que se llene del Espíritu Santo
La Eucaristía, por tanto, no es sólo un momento de la vida de Jesús, así como no lo es en la nuestra: es ante todo un estilo. Jesús vivió la Eucaristía a lo largo de su vida, tomando en sus manos cada experiencia de vida, de alegría y de dolor que le traían con confianza las personas que encontraba. Y siempre le devolvía todo al Padre.
Y, al final, todo entró en este único gesto de ofrenda y restitución, en el que también nosotros participamos en cada Eucaristía, entrando así en este misterio, en este gran camino en el que todo, a través de las manos de Jesús, vuelve al Padre.
+ Pierbattista