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Homilía de Ordenación de Sept-Fons

Homilía de Ordenación de Sept-Fons

Reverendos Padres Abades, 

Queridos hermanos y hermanas, 

Querido Hermano Alois, 

¡Que el Señor les dé la paz! 

Aunque no es necesariamente fácil para mí venir aquí a presidir esta importante celebración en una lengua que no domino, he aceptado sin embargo venir a consagrar al Hermano Alois, para confirmar el vínculo original entre vuestra realidad religiosa, y en particular la Abadía de Latroun, y la Iglesia de Jerusalén. 

La primera lectura que has elegido habla de la visión del profeta Amós sobre la casa de David y el pueblo de Israel. Este pueblo vivía una época de grandes divisiones internas, una época de dominación y de evidente decadencia, tanto política como moral. Amos les recordaba constantemente que debían ser fieles a la alianza, observar la ley y, sobre todo, respetar los derechos de los pobres. Pero no tuvo mucho éxito: no fue escuchado, e incluso fue perseguido por su propio pueblo. Sin embargo, como oímos en el pasaje de hoy, la confianza y la esperanza en Dios que residían en su corazón no flaquearon, y -como otros profetas antes y después de él- Amós fue capaz de ver con fe lo que los ojos de la carne no podían ver: el renacimiento de la caída casa de David. 

La primera consideración que se me ocurre, pues, querido Padre Alois, es invitarte a convertirte, en cierto sentido, en profeta. Es decir, llegar a ser capaz de percibir tu realidad de vida, tanto religiosa como eclesial, no sólo con los ojos de la carne, sino con los ojos del Espíritu. Amós, hemos dicho, fue capaz de ver, en medio de su realidad decadente y conflictiva, "el vino nuevo que fluye de los montes y que baja de las colinas" (cf. Amós 9,13). Para ti, esto significa ser capaz de ver la obra de Dios en tu comunidad monástica, donde ciertamente habrá malentendidos y visiones divergentes, donde la humanidad de cada uno de sus miembros se expresará de diferentes maneras. Sin embargo, también es el lugar donde, para ti, Dios se manifiesta, trabaja y construye su Reino. Sé capaz de ver el vino -símbolo de alegría y vida- fluyendo no sólo de las bodegas de tu monasterio, sino también de tu corazón y del de tus hermanos monjes. No se trata de convertirse en un visionario, de soñar con un mundo que no existe; sino, por el contrario, de mirar la realidad con los ojos de un redimido, de alguien tocado por el encuentro con Cristo, para adquirir criterios de lectura de la realidad no sólo humanos, sino también divinos, y por tanto más auténticos y completos. 

El pasaje del Evangelio también habla de banquetes y de vino. ¡Tengo entendido que la elección de las lecturas bíblicas para esta celebración está vinculada a las bodegas de Latroun! Mi deseo es que puedas aportar a la vida de tu monasterio un buen vino casero para compartirlo con el mundo. No hablo de Chardonnay o Cabernet Sauvignon, sino sobre todo del vino en su significado bíblico: vida, alegría, esperanza, consuelo. El mundo lo necesita, la vida religiosa de nuestra Iglesia lo necesita. 

En el centro de este pasaje del Evangelio que has elegido está Cristo. Él es el vino nuevo, la fuente de alegría y vida. Cristo es la novedad que irrumpe en la vida del mundo, el anuncio inédito del perdón de Dios para todo hombre y mujer, el símbolo de una nueva comunión entre Dios y la humanidad. Pero esta proclamación -como la del profeta Amós- no es entendida de la misma manera por todos. Para ser acogido en su novedad, este vino nuevo necesita recipientes capaces de recibirlo. Necesita, en definitiva, corazones dispuestos a hacer sitio en ellos a la obra de Dios. Jesús fue acogido por algunos, pero rechazado por otros. Así fue al principio, y a lo largo de la historia de la Iglesia, hasta hoy. Así que no demos por sentado que todo el mundo querrá beber este vino. No siempre es tan evidente. Incluso entre nosotros, dentro de la Iglesia, no debemos pensar que con la consagración nos hemos vuelto automáticamente capaces de acoger a Cristo y de hacer de él la auténtica fuente de vida. Es necesario trabajar lenta pero constantemente en nosotros mismos, para poder comprender y acoger a Cristo, sin dejarnos comprometer de ninguna manera por las diversas modas o ideologías del mundo. Tú, querido Alois, has decidido ser una "piel nueva", un "vestido nuevo", es decir, acoger la novedad de Cristo, hacer de este vino nuevo la razón de tu vida y la fuente de tu alegría. Lo has proclamado con tu profesión religiosa. Ahora, con el sacerdocio, irás más allá: ya no te bastará con acoger a Cristo en tu vida y vivir sólo de él. También deberás entregarlo a la comunidad cristiana, y en primer lugar a tu comunidad monástica, a través de los sacramentos que celebrarás diariamente, especialmente la Eucaristía. Así que ahora debes aprender a hacer la unidad entre esta Eucaristía que vas a celebrar y tu propia vida, entregándote a ti mismo. 

Entregarse también significa aceptar morir. Esto no es una opción, algo que puedas evitar, sino el camino que debes tomar. Una comunidad que no sabe dar vida está condenada a la muerte. Por eso es necesario que aprendas, como sacerdote, a hacer la Pascua de una manera nueva, es decir, a estar dispuesto a celebrar por tu comunidad, pero también a dar la vida por ella. Esto significa saber dejar de lado, si es necesario, tus planes, tus ideas, tu tiempo. En otras palabras, para seguir con la imagen del vino, aprende a ofrecer a tu comunidad el mejor vino que tienes en tu corazón, sin guardarte nada para ti. Pero también aprende a probar el vino que te ofrecen tus hermanos, a reconocer la presencia de la obra de Dios a tu lado. 

Esto sólo será posible si sabes mantener una verdadera y sólida amistad con el Señor. Tu corazón, como el de todo hombre, necesita cuidados, y sólo en tu relación con la Palabra de Dios, en la oración regular y en la Eucaristía, podrás concretar tu amistad con el Señor, llenando tu corazón de amor. Sacarás la energía necesaria para tu ministerio y podrás concentrarte cada vez más en tu relación con Jesús, perfeccionar tus sentimientos midiéndolos con los suyos, darte objetivos de vida más realistas, sentir el deseo de conocerle cada vez más profundamente. 

La Iglesia de Jerusalén necesita este buen vino y, sobre todo, necesita odres nuevos, personas capaces de vivir la alegría y la vida que sólo el Resucitado puede aportar. Necesitamos testigos que sepan ofrecer el buen vino de la alegría y el consuelo a los muchos hombres y mujeres que llaman a nuestras puertas. Mi oración, querido Alois, es que seas para tu monasterio y para nuestra Iglesia esa fuente de alegría, de vida y de consuelo, que tanto necesitamos; que seas un don precioso, una presencia discreta pero fecunda, para la vida de la Iglesia de Jerusalén. 

Que la Santísima Virgen, Hija de Sión, interceda por ti y te apoye en tu nuevo camino en la vida de nuestra Iglesia. Amén.