500 Años de la Cristianización de Filipinas
Sab 7, 7-11; Heb 4, 12-13; Marcos 10, 17-30
Getsemaní, 10 de octubre de 2021
Reverendísima Excelencia,
Queridos hermanos y hermanas,
El Señor os de la paz !!
Hace 500 años un grupo liderado por Fernando de Magallanes llegó al archipiélago de las islas Filipinas y, ciertamente sin su conocimiento, comenzó entonces una obra de evangelización en Asia que aún hoy nos deja asombrados. La fe católica, de hecho, ha crecido continuamente desde entonces, y se ha encarnado tanto en esa tierra que se ha convertido y sigue siendo hoy una parte integral y constitutiva de la identidad y cultura filipinas.
La historia de Filipinas es la historia del esfuerzo misionero más exitoso de la Iglesia en Asia. Como la proverbial semilla de mostaza sembrada en tierra fértil, el crecimiento y desarrollo de la Iglesia y las Filipinas han sido el fruto del trabajo de frailes misioneros, apoyados por un clero indígena y llevado a la vida por un pueblo fiel.
La celebración de este jubileo se produce después de una preparación de nueve años, cada año con un tema específico que refleja las prioridades pastorales de la Iglesia en el país. Desde aquel lejano 1521, Filipinas se ha convertido en un gran país y en una gran Iglesia. Hoy, de hecho, Filipinas tiene el tercer mayor número de católicos del mundo, con un total de 86 archidiócesis, diócesis, prelaturas y vicariatos apostólicos católicos, con más de 80 millones de fieles. Impresionantes números.
De un país evangelizado hace cinco siglos, Filipinas es ahora quizás el país evangelizador más grande. Hay alrededor de diez millones de filipinos en todo el mundo, como trabajadores en diversos campos. Hay diez millones de misioneros que, con su presencia, llevan el estilo de Cristo al mundo, muchas veces donde aún no se conoce a Jesús, incluso en nuestros países vecinos, como los países del Golfo, donde todos ustedes realizan su servicio, que todos sabemos que no siempre es fácil y apreciado. Sin embargo, todo el mundo sabe cómo su fe sencilla y profunda, arraigada y convencida, despierta asombro e interés, interrogantes y curiosidad. La vuestra es una presencia preciosa, no solo porque con vuestro estilo de vida llevan a Jesús a los hogares de decenas de miles de familias, sino también porque vuestro amor por Jesús y por la Iglesia llena nuestras Iglesias y también despierta la fe de nuestras comunidades.
Las parroquias e iglesias repartidas por todo nuestro territorio de nuestras diócesis, en Israel, Chipre o Jordania, se han convertido en vuestro segundo hogar y es agradable ver como los domingos y festivos los espacios alrededor de las iglesias se llenan de vida, con diferentes colores, aromas y sabores. A los ya existentes se suman cantos tradicionales y nuevas devociones, como Lorenzo Ruiz, desconocido hasta hace poco en nuestras iglesias. Digo todo esto solo para reiterar lo que ya se ha dicho en otras ocasiones, pero que hay que repetir: vuestra presencia se ha convertido en parte integrante de la vida de nuestra Iglesia, sois parte constitutiva de esta Iglesia de Tierra Santa, que Os ama y os agradece esta ola de entusiasmo y amor por la Iglesia que nos trajisteis y que necesitábamos.
En cierto sentido puedo afirmar que vuestra presencia llena lo que falta o se pierde en la Iglesia de Tierra Santa: anuncio y ternura. No hacéis proselitismo, pero, a pesar del cansancio de vuestro servicio, a pesar de las humillaciones y explotaciones a las que no pocas veces soportáis, todavía saben llevar la alegría de la fe en Jesús y lo anunciáis con vuestra vida y con la oración libre y pública que os distingue. Gracias por estar aquí en nuestra Iglesia como testigos de fe, alegres y sinceros. Incluso la ternura de vuestro servicio, a menudo dedicado a las personas más frágiles de la sociedad, es en sí mismo un anuncio, especialmente aquí en nuestro país dividido, a menudo endurecido en sentimientos y relaciones, a los que les cuesta confiar en los demás. Vuestra ternura es gratuita y disuelve muchos miedos.
Hace 500 años, una pequeña semilla de España hizo crecer un árbol robusto, una Iglesia viva y sólida en Filipinas. Me pregunto qué harán hoy diez millones de semillas esparcidas por el mundo, cuántas son ahora.
El Evangelio que hemos proclamado nos habla de nuestra vocación común. Al rico de quien habla el Evangelio no le falta nada (Mc 10,21), salvo esto: ¡amor! Pero es precisamente esta carencia la que lo hace insatisfecho e inquieto, en busca de vida. Ese hombre no hizo nada para merecer la mirada de Jesús, pero en ninguna otra parte del Evangelio de Marcos, en ningún otro encuentro se usa esta expresión con tanta fuerza como en este: Jesús lo mira y lo ama.
A pesar de esta mirada única, ese hombre no puede dejarse abrazar por el amor de Jesús y permanece encerrado en sí mismo; el Evangelio dice que se fue triste. No pudo salir del ámbito del deber (¿qué debo hacer?). Mientras que la fe es esencialmente una relación que existe en el ámbito del amor.
Y es el amor el que saca de uno mismo a seguir a Jesús para dejarlo todo. Es la respuesta de Jesús a la pregunta de Pedro: "Lo hemos dejado todo para seguirte". Quien lo deja todo por amor, todo lo encuentra en el amor.
El cierre del Evangelio es muy pertinente y habla mucho de vosotros y en cierto sentido reafirma cuánto vuestro servicio aquí no es solo una necesidad, sino también una misión, como la que Jesús encomendó a sus discípulos: "no hay alguien que ha dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campos por mi bien y por el bien del Evangelio, que no recibe ya ahora, en este tiempo, cien veces más en hogares y hermanos y hermanas y madres y hijos y campos, con persecuciones y vida eterna en el futuro" (Mc 10,29-30).
Vosotros también han dejado su hogar, padres, hijos, esposos, esposas, familias, propiedades por amor a ellos y se han convertido en misioneros en el mundo. ¡Aquí en este país nuestro han encontrado un segundo hogar, una nueva familia de creyentes, una nueva tierra junto con las persecuciones! Es precisamente el Evangelio el que habla de vosotros.
En nombre de toda la Iglesia de Tierra Santa, sus obispos, sus sacerdotes, religiosos y religiosas, fieles de todos los ritos, quiero agradecerles y pedirles que sigan orando por nosotros.
Estamos al comienzo de un camino sinodal querido por el Papa Francisco, que se abrirá mañana en Roma y aquí en Tierra Santa a finales de este mes. Un camino que no puede completarse sin vuestra preciosa aportación, sin que esta Iglesia nuestra se dé cuenta de las novedades y riquezas que nos habéis traído, junto con las penurias y sufrimientos que también experimentáis.
En la Iglesia de hoy se habla mucho de re-evangelización. Me gusta pensar que incluso aquí en Tierra Santa, en la Iglesia Madre de Jerusalén, la que trajo el Evangelio al mundo, la Providencia ha confiado a vuestra comunidad también esta maravillosa misión: traernos de regreso, aquí, la alegría del Evangelio, fuerza vital de la Palabra de Dios, cortante y penetrante como una espada y portadora de nueva vida.
Lo necesitamos urgentemente.
Mis mejores deseos para su jubileo, gracias por su presencia y que el Señor nos ayude a todos juntos a decir como Jesús aquí en Getsemaní: Hágase tu voluntad. ¡Porque en su voluntad está nuestra paz!
Amén.
+Pierbattista