15 de diciembre de 2024
III Domingo de Adviento, año C
Lucas 3, 10-18
Este tercer domingo de Adviento nos lleva a la figura de Juan el Bautista.
El pasaje de Lucas que leemos hoy (Lc 3,10-18) no describe tanto el carácter de Juan el Bautista, sino más bien el movimiento que se crea entre el pueblo cuando, en el desierto, comienza a hacer resonar la Palabra de Dios que había descendido sobre él («bajo los sumos sacerdotes Anás y Caifás, la palabra de Dios vino sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lc 3,2).
En el centro de este episodio hay una pregunta que resuena tres veces: «¿Qué debemos hacer?» (Lc 3:10, 12, 14).
Esta pregunta es dirigida a Juan por grupos muy diferentes de personas, que llevan vidas diferentes, con estilos diferentes muy alejados unos de otros: hay multitudes, hay recaudadores de impuestos y hay soldados, todos con la misma pregunta: ¿qué debemos hacer?
Dentro de esta pregunta hay, ante todo, una expectativa: la espera de que se abra un nuevo camino, algo nuevo para la propia vida. El hecho de que tantas personas diferentes se dirijan a Juan con la misma pregunta nos hace pensar que es una pregunta que concierne a todos, que habita en el corazón de cada persona. Todos buscan una vida mejor, una plenitud que nunca se alcanza del todo, un camino de vida verdadera.
A menudo, detrás de esta pregunta, está la experiencia de la insatisfacción: para ser felices siempre nos falta algo, pero no sabemos qué. De ahí la pregunta: ¿qué debemos hacer?
La respuesta de Juan es sorprendente: no le pide a nadie que haga cosas excepcionales y no le pide a nadie que cambie su vida. Ni
siquiera a aquellos que tienen una vida potencialmente ambigua, como los publicanos («No exijáis más de lo que está establecido» - Lc 3,13), o expuestos a la violencia, como los soldados («No maltrates ni extorsiones a nadie; contentaros con vuestro salario» (Lc 3, 14).
A menudo vivimos en la ilusión de que la plenitud de la vida debe buscarse en otra parte, en algo extraordinario que de alguna manera sale de la vida ordinaria de uno, que lo que tenemos está mal o no es suficiente, que no puede conducir a nada. Para Juan, sin embargo, no es así: no hay situación o estado de vida que no esté abierto a la novedad del Evangelio. No se trata de buscar quién sabe más, ni de volver a empezar cada vez, sino de estar dentro de la realidad de cada día de una manera nueva, de pensar la vida cotidiana de otra manera, de encontrar la plenitud de la vida dentro de la propia realidad.
Para Juan, lo que nos falta no es una meta a alcanzar, o algo más que tener. No sabemos compartir lo que somos y lo que tenemos, sin poner cargas o esfuerzos en la vida de los demás, tratando, por el contrario, de hacerla lo más ligera posible («El que tiene dos túnicas, que se las dé al que no las tiene, y que haga lo mismo el que tiene comida» (Lc 3,11). Lo que tenemos que hacer es empezar en nuevas relaciones, en las que nuestra primera intención no sea proteger o fomentar el propio interés, sino saber compartir libremente nuestra vida.
Así es como la vida se convierte en espera, el espacio donde juntos se construye el mundo por venir.
Y ahí es donde viene el Señor.
Juan, en efecto, vino ante todo a anunciar que el Señor viene («Juan respondió a todos, diciendo: Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no soy digno de desatar los cordones de las sandalias. Él os bautizará con el Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16)
Jesús viene porque Él mismo es el primero en compartir con nosotros todo lo que es, todo lo que tiene, su divinidad, su vida de
Hijo amado: lo comparte todo con nosotros, sin guardarse nada para sí.
Por lo tanto, se trata ante todo de acoger a Aquel que lo ha compartido todo con nosotros, para experimentar ese fuego que quema lo que no tiene consistencia en nosotros, ni raíces, ni corresponde a nuestra verdad.
Aquellos que van a Juan con su pregunta sobre lo que hay que hacer, regresan a casa con una respuesta mayor que su pregunta.
«Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16). No solo han descubierto que hay un nuevo camino para sus vidas; también han descubierto que el Señor viene por este nuevo camino, y Él mismo los transformará con el fuego del amor, un fuego que, como la zarza ardiente, nunca se apaga, hasta que haya llegado a cada hombre con sus preguntas, con su deseo de vida.
+Pierbattista