10 de marzo de 2024
IV Domingo de Cuaresma, año B
Juan 3, 14-21
El pasaje evangélico de hoy (Jn 3,14-21) es una síntesis admirable y una nueva profundización del camino recorrido hasta ahora en esta Cuaresma.
De hecho, hay dos interpretaciones que nos han acompañado en los últimos domingos.
La primera es la de la revelación: Dios, en la Pascua, se revela plenamente. Es allí, en su muerte y resurrección, donde encontramos la revelación definitiva de su rostro, donde podemos llegar a conocer a Dios para cumplir nuestro deseo de relacionarnos con Él.
La segunda, que encontramos el domingo pasado, es la de la reversión, transformación: la revelación de que Dios actúa nos muestra a un Dios "al revés", un rostro de Dios que es decididamente antitético a lo que la razón humana esperaría.
La Pascua es la culminación de este cambio: Jesús, el Hijo de Dios, muere por amor al hombre. Y gracias a este amor infinito se realiza la transformación que salva, aquella por la cual la muerte es vencida y convertida en vida.
El pasaje de hoy nos hace partir desde aquí.
En las palabras de Jesús a Nicodemo, que viene a Él por la noche para encontrarlo, Jesús, en primer lugar, dice dos cosas.
La primera es que Jesús será levantado (Jn 3,14), refiriéndose a la serpiente en el desierto, que Moisés levantó para que todo aquel que fuera mordido por serpientes encontrara la curación y la salvación (Nm 21,4-9).
Cuando quieres que algo se vea bien, que lo vean todos, incluso los que están lejos, lo pones en alto.
Lo mismo sucede con Jesús. Jesús no se erige en alguien que tiene poder, en alguien que quiere demostrar su superioridad. Jesús se pone en lo alto para que todos lo puedan ver, para que todos vean su amor por cada persona. La cruz es lo que Jesús quiere que veamos: sólo podemos conocerlo si lo vemos levantado sobre ella.
Con esta atención: no basta con que Jesús sea levantado. Para sanar hay que mirarlo, es decir, acudir a Él con confianza, tener fe en Él.
Porque quien mira la cruz ve una sola cosa, la inmensidad del amor de Dios por el hombre, y es el encuentro con este amor lo que salva profundamente la vida del hombre: quien cree tiene vida eterna, participa de la vida misma de Dios.
La cruz no dice nada más que esto: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16).
En su relato, es la primera vez que Juan usa el verbo amar, aquí mismo, en este pasaje. Lo utilizará muchas veces más tarde, especialmente en sus discursos de despedida (Jn 14-17). Y en esta primera vez, es evidente que el sujeto del amor es Dios mismo. Dios amó tanto al mundo. Más tarde, Jesús nos pedirá que amemos a Dios y que nos amemos los unos a los otros, pero esto solo será posible por el hecho de que Dios nos amó primero. Este es el primer paso, necesario e indispensable.
Un poco más adelante (versículo 19), el verbo amar vuelve por segunda vez, y esta vez tiene como sujeto al hombre. Pero se usa para decir que si, por un lado, Dios amó tanto a los hombres que entrego a su Hijo para que nadie se perdiera (Jn 3,16), los hombres, por el contrario, amaron más las tinieblas que la luz (Jn 3,19).
¡Cuántas veces el hombre ama sus malas obras, y no quiere perderlas, porque las ama: se confía a ellas!
Por lo tanto, la segunda cosa que nos anuncia este pasaje es que el hombre no acoge necesariamente el amor incondicional de Dios, no siempre se abre a su luz. Y la razón, según las palabras de Jesús, es clara: el que hace el mal no se abre a la luz, porque quiere que sus obras permanezcan ocultas (Jn 3,20), porque no quiere cambiar de vida; no quiere alzar los ojos hacia la serpiente levantada.
Así como Jesús desea revelarse a sí mismo, así también los que hacen el mal quieren esconderse.
Así que, para concluir, podríamos decir que la condición para mirar al Señor, para acoger la revelación del Rostro del amor de Dios, es dejarnos mirar por Él.
Es verdad: el Señor pone al descubierto la maldad que hay en nuestros corazones, pero no la condena (Jn 3,17). Lo desnuda para que también nosotros podamos mirarlo y darle un nombre, y porque solo así nuestro corazón pueda ser sanado.
+Pierbattista