6 de octubre de 2024
XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Mc 10, 2-16
En el pasaje evangélico de hoy (Mc 10,2-16) vemos que Jesús, llegado a Judea (Mc 10,1), es interrogado por algunos fariseos sobre la posibilidad de que un hombre repudie a su esposa.
Encontramos una puerta que nos permite entrar en esta Palabra al comienzo del diálogo, cuando los fariseos preguntan si el repudio es lícito (Mc 10,2). Un poco más adelante, los mismos fariseos afirman que Moisés permitió que se escribiera un acta de divorcio y repudio para así separarse de su esposa (Mc 10,4).
Por lo tanto, estos fariseos están interesados en saber qué se puede hacer y qué no, qué está permitido por la Ley y qué no. No creen que puedan decidir por sí mismos, con su conciencia, ante Dios. Ni tan solo piensan que es en lo más profundo de su corazón donde se les da conocer la única ley que Dios ha dado al hombre, la del amor.
Detrás de estas preguntas, se esconde un modo diferente de concebir la vida de fe, la relación con Dios y con los demás, la vida misma. La vida de fe para aquellos fariseos consiste en observar ciertas normas, en mantenerse dentro de ciertos límites. Una vez hecho esto, uno puede sentirse bien, con Dios y con todos.
No nos engañemos pensando que este modo de pensar es solo de unos pocos, de personas un poco fanáticas de la ley: detrás de la pregunta de Pedro sobre cuántas veces hay que perdonar, al final, hay la misma lógica (Mt 18,21).
Y esta es también una forma cómoda de vivir la vida, porque la ley es necesaria para nosotros, y Jesús no habla contra la ley. La ley se utiliza para garantizar el mínimo necesario. Pone un límite a nuestro deber, no nos pide ningún espacio de gratuidad, no nos lleva más allá de lo que es justo. La ley, al final, justifica nuestro egoísmo, nuestro corazón duro ("Por la dureza de vuestros corazones, Moisés escribió este precepto" - Mc 10,5).
Jesús cambia completamente el eje del discurso: la referencia para nuestra vida de fe y para nuestra acción ética ya no es exclusivamente la ley, sino para qué ha sido creada nuestra vida, la vocación a la que cada uno está llamado, la dignidad suprema inherente al plan con el que Dios ha querido crear al hombre. La ley no es el criterio de discernimiento, sino la vocación de cada uno. No es algo externo, que desde fuera nos dice lo que tenemos que hacer. Es algo interno, que desde dentro nos dice quiénes somos.
Para saber que debemos hacer, debemos mirar lo que podemos hacer: podemos tener compasión, podemos acoger, podemos ser cuidadosos, podemos perdonar...; podemos vivir a semejanza de la vida de Dios.
Recordando el principio de la creación ("Pero desde el principio de la creación los hizo hombre y mujer" – Mc 10,6), Jesús recuerda precisamente esto a sus interlocutores. Y lo hace para decir que la "medida" de nuestra vida no puede ser definida por una norma que hay que obedecer, sino por la realización de este proyecto original, que llama al hombre a un continuo éxodo hacia una vida plena, que nunca se alcanzará completamente.
El plan original es poder amar fielmente, mantener el corazón abierto a los demás, cuidando los propios vínculos y relaciones, antes que cualquier otra cosa.
Por lo tanto, no se trata de obedecer a una ley, sino a una persona, a las personas que amamos, y de hacerlo incluso cuando esta obediencia nos pide dar la vida.
Si la ley, por tanto, tiende a definir lo mínimo que hay que hacer para ser considerado justo, una barrera por debajo de la cual no descender; la ley del amor, por el contrario, ofrece un camino de crecimiento gradual, abriendo la vida a la posibilidad de crecer en la humanidad.
No solo la protección de un umbral mínimo, porque la ley del amor no puede establecer un límite, y nunca es igual para todos.
Lo importante no es contentarse con tener la conciencia tranquila, sino caminar continuamente hacia el otro, comenzando siempre a conocerlo y amarlo nuevamente.
+ Pierbattista