29 de septiembre de 2024
XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Mc 9, 38-43.45.47-48
El Evangelio de este vigésimo sexto domingo (Mc 9,38-43.45.47-48) se compone de dos momentos, que no parecen tener mucho en común.
En el primero asistimos al escándalo de los discípulos ante el hecho de que una persona, que no pertenecía a su grupo, expulsara demonios en nombre de Jesús (Mc 9,38-41): Marcos cuenta que Juan va a Jesús para contarle lo que había hecho y decirle que les hubiera gustado impedirlo.
En el segundo escuchamos las palabras de Jesús sobre el escándalo, sobre los que impiden la fe de los pequeños (Mc 41-43, 45, 47-48).
Una clave de interpretación se encuentra en una expresión que se repite varias veces en esta segunda parte: es la expresión con la que Jesús indica claramente el final del camino al que todos estamos llamados: «entrar en la vida», «entrar en el Reino de Dios» (Mc 9,43.45.47).
Esta es la voluntad del Padre, este es el don de Dios: que entremos en la vida, que nuestra vida sea plena, que se entregue en el amor como la de Cristo.
Vimos el domingo pasado que una vida es plena y bella, tanto como sabe aprender las medidas evangélicas, que no evalúan según los criterios de grandeza y poder, sino, por el contrario, de quien sabe acoger y dar gracias por todo, como los pequeños.
En ambas partes del Evangelio de hoy encontramos un elemento que de alguna manera tiene que ver con este camino, el que lleva a entrar en la vida.
En la primera parte vemos que los discípulos están convencidos de que tienen el derecho exclusivo de decidir quién puede entrar en la vida y quién no, quién pertenece al Reino y quién no, quién puede trabajar en nombre de Jesús y quién no: según ellos, nadie puede expulsar demonios excepto aquellos que pertenecen al círculo cercano de los discípulos.
Ante esta actitud, Jesús pide a sus discípulos que aprendan otra forma de mirar.
No se trata de buscar quién está dentro y quién está fuera, sino de aprender a reconocer el bien allí donde se encuentre.
La acción contra el mal no requiere aislar de la lucha a todos aquellos que no nos han pedido permiso para hacer el bien, que no pertenecen a nuestro grupo, como si tuviéramos algún poder, o alguna exclusividad.
Jesús parece estar diciendo que cualquiera que lucha contra el mal, como el hombre que expulsa demonios, automáticamente se pone de su lado, libra su propia batalla.
Si aprendemos a mirar, nos sorprenderemos de la cantidad de buenos gestos que florecen gratuitamente fuera de nuestro pequeño círculo. Y los primeros beneficiarios de este bien seremos nosotros, los discípulos, a quienes bienhechores anónimos podrán dar un vaso de agua, solo porque somos suyos: «Quien en verdad os dé a beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os lo digo, no perderá su recompensa» (Mc 9, 41).
La segunda parte del Evangelio nos lleva un paso más allá.
Para entrar en la vida, como pide Jesús, siempre es necesario un corte, un desprendimiento, una pérdida.
Pero el corte a hacer no es tanto, como decíamos, comparado con los que no están entre nosotros. El corte a hacer está en nosotros, llamados a romper sin demora con todo lo que hay en nosotros que se opone a esta lógica de rechazo del mal y, al mismo tiempo, de benevolencia.
Aquí Jesús vuelve a cambiar la mentalidad religiosa de su tiempo, según la cual solo los animales perfectos podían ser ofrecidos en sacrificio, y solo las personas sin discapacidad podían entrar en la presencia de Dios en el templo. De hecho, los ciegos, los inválidos, los enfermos estaban excluidos.
Aquí ocurre exactamente lo contrario: entramos en la vida, aunque de alguna manera nos falte, porque Dios no quiere que seamos perfectos, sino que seamos íntegros, completos. Y somos tan íntegros como somos capaces de acoger el don de la misericordia gratuita del Padre, o el vaso de agua del hermano que encontramos, es decir, de dejar que nuestras carencias se conviertan en una apertura acogedora del bien que florece a nuestro alrededor.
+Pierbattista