15 de septiembre de 2024
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, año B
Mc 8, 27-35
Conocer al Señor es el camino y el sentido de la vida cristiana. San Pablo dice que nada vale más que esto, y todo es basura comparado con la gracia de conocerlo (Flp 3,7-8).
Es un viaje que nunca se termina del todo, como sucede en toda relación: el otro siempre necesita ser conocido de nuevo, y lo que sabemos de él nunca es suficiente, nunca lo es todo. Las personas que conocemos siguen siendo un misterio abierto, que no podemos poseer.
Para que esto suceda, para que podamos conocer al Señor, Él mismo ha decidido revelarse: entra en la historia, se acerca, nos habla, hace una alianza con nosotros. Toda la historia de la salvación da testimonio del deseo de Dios de darse a conocer, de no permanecer como un extraño para el hombre.
En el pasaje evangélico de hoy (Mc 8,27-35) vemos que a Jesús le interesa el conocimiento que tenemos de Él: quiere que lo conozcamos, y también quiere que nuestro conocimiento de Él sea "correcto", como lo eran las palabras del sordomudo curado en el Evangelio del domingo pasado (Mc 7,35).
Hoy vemos que Jesús pregunta a sus discípulos qué saben de Él, cómo lo conocen (Mc 8,29).
Al principio, se tiene la impresión de que el tiempo pasado juntos llevó a los discípulos a tener un buen conocimiento de Jesús: la respuesta de Pedro, de hecho, es exacta. Pedro afirma que Jesús es el Cristo (Mc 8,29), y en esto no se equivoca. El resto del pasaje, sin embargo, da testimonio que conocer a Jesús no es algo que deba darse por sentado, y que no es suficiente dar una definición exacta de Él para poder decir que lo conocemos.
Lo que obstaculiza este camino del conocimiento no son nuestras limitaciones, nuestros pecados, nuestras enfermedades: al contrario.
Jesús se da a conocer de modo particular a los enfermos, a los que se han equivocado, a los que no pueden afrontarlo.
Podríamos decir que quien se deja salvar por Él, quien se deja curar, llega a conocer a Jesús.
El mayor obstáculo para conocer a Jesús es a menudo nuestra idea de Dios, lo que presumimos saber de Él.
Y es un obstáculo porque habitualmente, más o menos inconscientemente, caemos en la tentación de todos los tiempos: reducir el conocimiento y la relación con Dios a una idea "razonable", de hacer una imagen de Dios que se inscriba en los parámetros de una lógica humana, que respete los criterios normales de una religiosidad equilibrada: esto es lo que Jesús llama el pensamiento según los hombres («¡Apártate de mí, Satanás! Porque no piensas como Dios, sino como hombres» (Mc 8, 33). Podríamos llamarla la tentación del becerro de oro, para referirnos a una imagen bíblica.
Jesús, en cambio, en este punto del Evangelio, comienza a proclamar un Dios diferente. Comienza a enseñar a sus discípulos a pensar según Dios, «a enseñarles que es necesario que el Hijo del hombre padezca» (Mc 8,31), a mostrar un rostro de Dios muy diferente de las expectativas humanas, del criterio del hombre, un Dios que no evita todo lo que nos gustaría evitar. Frente a este Dios, Pedro hace lo que cada uno de nosotros habría hecho en su lugar: se escandaliza («Pedro lo tomó aparte y comenzó a reprenderlo» – Mc 8,32).
El conocimiento de Dios no puede dejar de pasar por este pasaje tan humano, el escándalo.
Este escándalo nos dice que Dios no habita en nuestras medidas y no permanece prisionero dentro de nuestros esquemas.
Jesús no revela a un Dios como el que podríamos crear con nuestra imaginación.
Entonces, ¿cómo conocer a Jesús? ¿Cómo podemos conocer al Dios que Jesús nos revela?
Jesús nos revela que para conocerlo necesariamente debemos seguirlo y seguirlo por el camino de la Pascua: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» - (Mc 8, 34).
Conocerlo no es una operación que se realiza sentado, como sucede con los conocimientos escolares, sino en el camino, en la calle, en la vida. Para conocer a Jesús hay que vivir lo que Él vive, es decir, experimentar que perder la vida por amor conduce a la verdadera vida, que darlo todo enriquece, que acoger al otro amplía los espacios de la existencia, «porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» - (Mc 8, 35)
No es una definición exacta, sino un humilde ir tras Él hasta el día en que Su Rostro se nos revele plenamente.
+ Pierbattista