Ordenaciones diaconales CTS
Jerusalén, San Salvador, 13 de abril de 2024
Hch 3,13-15, 17-19; 1Jn 2,1-5; Lc 24,35-48
Reverendísimo Padre Custodio:
Queridos hermanos y hermanas:
Queridos hermanos candidatos al diaconado:
¡Que el Señor os dé la paz!
La liturgia nos ofrece una vez más un encuentro con el Resucitado. El pasaje que hemos escuchado del Evangelio de Lucas nos recuerda un relato similar en el Evangelio de Juan, que hemos leído varias veces en los últimos días.
En este pasaje encontramos los mismos elementos que se encuentran en casi todos los relatos de encuentros con el Resucitado: Jesús que se manifiesta primero, el miedo y las dudas de los discípulos, mezclados con alegría y asombro confuso. El saludo de paz, las marcas de los clavos como signos de la identidad redescubierta de Jesús, la comprensión de las Escrituras, el mandato de anunciar la Buena Nueva al mundo entero. En estas historias siempre encontramos de diferentes formas una referencia eucarística, como la fracción del pan de Emaús o el pescado asado a orillas del lago de Galilea.
Estos son los elementos en torno a los cuales se formarán las primeras comunidades cristianas, y que acompañarán la vida de todos los discípulos de todos los tiempos, hasta el día de hoy. También vosotros, queridos hermanos, que desde hoy asumiréis el ministerio del servicio y os acercaréis a la Eucaristía de un modo nuevo, también vosotros estáis llamados a devolver a vuestra conciencia de creyentes cristianos el corazón de vuestra experiencia cristiana, religiosa y ministerial: la Eucaristía como corazón y síntesis de vuestra vida de fe y como anuncio de salvación. Celebrar la Eucaristía, en efecto, significa vivir la Pascua, alabar a Dios por su obra de salvación, testimoniar que habéis encontrado al Resucitado, que habéis visto sus llagas, que habéis recibido el don de la paz, y también de no poder callar ante tanta gracia.
En este pasaje, el evangelista insiste mucho en la identidad de Jesús. Los discípulos «aún no creían de alegría y se llenaron de asombro» (Lc 24,41) porque «creyeron ver un fantasma» (Lc 24,37). En resumen, están confundidos, dudosos, incapaces de tomar conciencia de lo que ha sucedido. Para "convencer" a sus discípulos de que no es un fantasma, Jesús come y bebe lo que le ofrecen (Lc 24,42-43). Y esto quiere decir que el Resucitado no es una imagen, una idea, un pensamiento: es una presencia real, es alguien que comparte la vida real con nosotros, siempre. La Eucaristía, a la que serviréis como diáconos, debe ser para vosotros ante todo esta experiencia de encuentro real con Cristo y testimonio de vida.
En efecto, a su Iglesia, Jesús promete su presencia fiel en la historia: una historia que no será menos dramática que la suya, pero que podrá contar con él y con sus dones pascuales, con el Espíritu que les dará en plenitud el día de Pentecostés.
Esto es lo que la Iglesia necesita hoy, cada vez más que cualquier otra estrategia pastoral:
Dar testimonio de que la Pascua, que el amor de Dios que Jesús manifestó con su muerte y resurrección, no es una quimera, no es una idea, una historia, un fantasma, sino una experiencia real que puede llegar a todos. Y que la Iglesia no es una institución de poder, alejada de la vida real de las personas, una estructura complicada de comprender, sino que es ante todo una comunidad de personas que han encontrado a Jesús resucitado y que no pueden dejar de decir lo maravilloso que es encontrar a Cristo.
Otro elemento, como dijimos, de los relatos de la resurrección se refiere a las Escrituras:
«... les abrió la mente para que entendieran las Escrituras» (Lc 24,45). Jesús hace una pausa con ellos y reflexiona sobre la historia de la salvación tal como se narra en las Escrituras. Y se abre. Jesús murió abriéndose: a su muerte se rasga el velo del templo, el centurión se abre a la fe, se abren los sepulcros... Y Jesús resucitado sigue abriendo: abre el sepulcro, abre la mente a la comprensión de las Escrituras. Les hace ver lo que verdaderamente es la vida: una Pascua continua. Y muestra que esto siempre ha estado inscrito en lo más profundo de la vida y de la historia de Dios con el hombre.
Vuestro servicio como diáconos incluye no solo el servicio en la mesa eucarística, sino también el servicio en la proclamación de la Palabra de Dios. Ahora, también podréis predicar desde los distintos púlpitos. De ahora en adelante, la familiaridad con la Palabra de Dios debe ser una constante en vuestro ministerio ordenado. Antes de anunciarlo y comentarlo, tendréis que nutriros de la Palabra de Dios. No se trata de ser capaz de quién sabe qué elaboraciones exegéticas, ni de impresionar al público, tentación que siempre será insidiosa y latente. Son cosas que dejan el tiempo que encuentran y no construyen nada y dejan poco o nada atrás. Más bien, se trata de construir vuestra vida en torno a la frecuentación de la Palabra de Dios, que es Palabra de vida y que gradualmente dará forma a vuestro ministerio. Nutrirá a vuestros oyentes tanto como os alimentará a vosotros, y no de otra manera.
Otra consideración concierne precisamente al anuncio mismo: la Iglesia está llamada a partir. Jesús abre las mentes y los corazones, en primer lugar, para que su Palabra pueda ser comprendida y acogida, pero también para que pueda ser anunciada. Se trata, por tanto, de partir de ahí, de la experiencia del encuentro con el Resucitado, para ir a todas partes, con la mente abierta a partir de las Escrituras, y ser testigo de la lógica de Dios, que es siempre la lógica pascual, plenamente revelada en Jesús. La Iglesia no puede proclamar otra cosa que esto, porque solo de esto ha sido testigo. Ha sido testigo, de modo especial, de que Dios perdona, y de que el Resucitado se encuentra allí nos abrimos a su misericordia que sana y salva. Si la Iglesia anunciara otra cosa, si abrazara otras lógicas, dejaría de ser la Iglesia del Señor crucificado y resucitado.
Por eso, el tiempo pascual nos permite permanecer en el Cenáculo, para que también nuestra mente se abra a las Escrituras y aprendamos a ser la Iglesia que hace sitio al Resucitado, que camina con Él, que le da testimonio fielmente.
¿Seréis capaces de vivir así? Eso espero desde el fondo de mi corazón. Realmente necesitamos testigos así.
Permitidme aquí hacer una última reflexión sobre este último versículo del Evangelio de hoy: «empezando en Jerusalén» (Lc 24,47).
Que ese "empezando en Jerusalén" se entienda no sólo como una indicación temporal o geográfica, sino también como una llamada espiritual. Después de todo, Jerusalén no es solo un lugar físico, sino que también es un lugar del espíritu. Jerusalén es la imagen de la Iglesia, es la fuente de la que brota el «río de agua de Vida» (Ap 22,1), que llega a todas las naciones y las sana, llevando el mensaje de salvación que el mundo espera.
Me gusta pensar que esta indicación para la vida de toda la Iglesia expresa también nuestra vocación particular como Iglesia Madre, la Iglesia de Jerusalén.
«Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,3). La salvación tiene su corazón en Jerusalén. Ese "aquí" que nos gusta destacar en nuestras liturgias de Tierra Santa es central, no es devocionismo. Y expresa uno de los rostros de la vocación poliédrica de la Iglesia de Jerusalén. Ese río de vida que brota del trono del Cordero tiene su fuente aquí, y nuestro estar aquí, en la Ciudad Santa, para preservar la memoria de ese acontecimiento, también tiene esta misión, que de esa fuente siga fluyendo agua de vida, que sana a las naciones del mundo
Ser y hacer Pascua en Jerusalén, para nuestra Madre Iglesia, significa, por tanto, cada día, de nuevo, ser capaces de perdón, de apertura a los demás, de atención a las llagas de Cristo, es decir, al sufrimiento que hiere la vida de estos pueblos, heridas que siempre producen dolor, pero que también pueden ser ocasión de alegría, de vida nueva, de encuentro, como lo fueron para los discípulos.
Quisiera que fuéramos verdaderamente ese lugar de encuentro, esa fuente de agua viva, que quita para siempre esa sed de amor, de confianza, de acogida y de vida que yace, escondida detrás de tanto miedo, en el corazón de todos. Así es como se mantiene viva esa fuente de agua viva, así es como nuestra comunidad puede traer sanación aquí y al mundo, "empezando en Jerusalén".
No importa si tienes que empezar de nuevo cada vez. El encuentro con el Resucitado nos impulsa a todo esto. Y si no lo hiciéramos, si no celebráramos así esa Pascua todos los días, esa fuente no sería
aprovechada, y esa agua viva ya no podría llegar a las naciones y sanarlas.
Ciertamente somos una iglesia pequeña, insegura de muchas cosas, pobre en recursos. Más o menos como los discípulos del Cenáculo, a los que les cuesta creer. Pero no se nos pide que seamos perfectos o profesionales, sino que confiemos, que encomendemos nuestra vida al Resucitado, único camino para predicar con credibilidad «la conversión y el perdón de los pecados» (Lc 24,47).
¡Este es mi deseo para todos vosotros!
+Pierbattista