Vigilia de Pascua 2024
Santo Sepulcro
Queridos hermanos y hermanas,
¡Que el Señor os dé la paz!
Estos tres días de intensa oración y de solemnes liturgias se desarrollan en torno a este pequeño edículo, en torno a los restos de aquella tumba de la que habla el Evangelio de hoy y que, desde entonces, aquí hemos custodiado y venerado. La liturgia de Jerusalén se construye en torno a este lugar, al igual que la liturgia de toda la Iglesia. De aquí, de hecho, sacamos la luz que ilumina toda la vida cristiana. Y nosotros, la Iglesia de Jerusalén, debemos y queremos ser los primeros en anunciar y traer al mundo la llegada de esta luz. Lo hicimos de manera sencilla y solemne hace poco tiempo, cuando desde el Sepulcro encendimos la luz pascual que nos ilumina a todos. La Luz que brota del sepulcro vacío es la luz del Cordero Pascual del que habla el Apocalipsis (en ella no vi templo alguno: el Señor Dios, Todopoderoso y el Cordero son su templo – 21,22), que ilumina la Ciudad Santa y la Iglesia. Es la luz del Resucitado la que queremos que ilumine nuestra mirada sobre esta ciudad, sobre Tierra Santa, sobre el mundo y sobre la Iglesia, que vive y crece en ella. Una mirada de mansedumbre, de serena confianza en la obra de Dios, que no nos deja a merced de las tinieblas y a la sombra de la muerte.
En efecto, el Evangelio que acabo de proclamar nos llama a una mirada de mansedumbre. El Resucitado no se impone: regresa victorioso de la batalla contra la muerte, pero no va a humillar a los que lo habían crucificado, no va a demostrar sus propias razones. Ni siquiera va a reprender a los discípulos que lo habían traicionado, repudiado y abandonado. No castiga a nadie, no se impone, no regresa triunfante a la escena de la que fue eliminado violentamente.
En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús ni siquiera se ve a si mismo, pero deja signos, para que quienes lo desean, quienes lo buscan, puedan finalmente volver a encontrarlo. Para encontrar al Resucitado, debemos aprender a reconocer los signos de su presencia, los modos en que Él entra en nuestra historia.
El evangelista nos dice, en primer lugar, que las mujeres levantan la mirada (Mc 16,4): es una expresión para decir que algo nuevo ha sucedido, algo que no dependía de fuerzas humanas, para decir que Dios se ha hecho presente. Y que el hombre, para ver esta maravilla, necesita levantar la mirada, abrirse a la idea de que algo nuevo puede suceder. Por tanto, para ver los signos del Resucitado, necesitamos levantar la mirada. Esto es lo que más necesitamos hoy: levantar la mirada. Los días terribles que estamos viviendo nos han encerrado, parecen haber eliminado nuestras expectativas, cerrado todos los caminos, cancelado el futuro. Incluso nuestras relaciones parecen mermadas, heridas por la desconfianza y los malentendidos, cuando no por las traiciones.
Todo a nuestro alrededor parece hablarnos de fracaso, como fracaso parecía ser la muerte de Jesús, el final de un hermoso proyecto de renacimiento, de cambio y de vida nueva, por el que habían apostado los discípulos. Hoy, nuestras intenciones de paz, reconciliación y dialogo parecen haber fracasado. Y también parece haber fracasado nuestro deseo de una vida serena, de encuentros que abran horizontes, de justicia cumplida, de verdad aceptada. La vida de nuestra comunidad de creyentes también parece no tener futuro. En definitiva, todo parece hablar de un final, de la muerte. Como en el Evangelio, cuando las mujeres van al Sepulcro a llorar su pérdida.
Pero si levantáramos la mirada, si dejáramos de permanecer encerrados en nosotros mismos, en nuestro dolor, bloqueados por rocas que nos mantienen encerrados en nuestras tumbas, quizá también nosotros, como las mujeres del Evangelio de hoy, podríamos ver algo nuevo, algo que se logra.
Las mujeres, por la mañana temprano, al salir el sol, van al sepulcro, preguntándose quién podría ayudarlas a quitar la piedra, porque habían visto que la piedra era muy grande (Mc 16,3). Y allí ven que el sepulcro está abierto. Lo nuevo que ven las mujeres, lo que ha sucedido, es que la piedra ya ha sido removida (Mc 16,4) y, por tanto, que el reino de la muerte ya no está vedado, ya no tiene cautivo a nadie. Todavía entramos en la muerte, pero ya permanecemos allí, vamos mas allá. Jesús ha derribado las puertas del reino de la muerte con la única arma que la muerte no puede resistir, que es la del amor. Si permanecemos en el amor, ya no somos prisioneros de la muerte: la muerte, que mantenía al hombre en su poder, que lo encerraba en su propio reino de soledad y silencio, ya no tiene fuerza ni capacidad para mantener cautivo a nadie. Si amamos, somos libres, resucitamos.
Me parece que incluso sobre nuestros corazones y nuestros ojos se coloca a veces una lápida. Estamos aquí, frente a este sepulcro, pues, para pedir que esa piedra sea quitada y que la luz del Cordero vuelva a brillar sobre nuestros ojos. Estamos aquí para pedir el coraje de ese amor que tiene la fuerza de vencer el miedo que hoy nos mantiene atenazados y atados. Por eso, queremos pedir el coraje de levantar la mirada, de ver, incluso en este mar de odio que nos rodea, removida la piedra de nuestros sepulcros, el bien que se realiza, el coraje de las vidas entregadas, el tenaz deseo de tantos hombres y mujeres de construir relaciones de paz, el dolor sin resignación de quien no renuncia a apostar por el otro. Veríamos a sacerdotes, religiosos y religiosas comprometiéndose a custodiar sus comunidades, a protegerlas del miedo, a vendar sus heridas, a construir unidad.
Son signos que, sin embargo, sólo pueden verse y encontrarse si cultivamos el deseo de buscarlos, si no nos cansamos de cuestionarnos. Son signos suaves, que no se imponen y que no se dejan encontrar si no se buscan y se desean. También la liturgia que celebramos está llena de signos: la Palabra, la luz, el agua, el pan y el vino, el sepulcro. Todos ellos son signos que nos hablan de la victoria sobre la muerte, pero permanecen mudos si nuestro corazón no es libre, si no buscamos al Resucitado, si ya no esperamos nada.
Celebrar la Pascua es también renovar el coraje de buscar, de vivir la vida con las expectativas justas, de cuestionar libremente los signos que nos rodean, de levantar nuestra mirada con confianza y libertad, sin esperar que los demás levanten su mirada hacia nosotros. Su mirada, la de Jesús, nos basta.
He aquí, pues, una primera respuesta a nuestra pregunta sobre dónde y cómo encontrarnos con el Resucitado: nos encontramos con Él siempre que elegimos amar y perdonar, porque sólo así se remueven también las piedras que cierran nuestras tumbas.
El evangelista Marcos habla también de un joven vestido con túnicas blancas, que pide a las mujeres que no tengan miedo (Mc 16,5-6). Las mujeres, en efecto, entran en el sepulcro pensando que van a encontrar el cuerpo de Jesús, pero no es así. Entran pensando que encontrarán la muerte, pero la muerte ya no está allí. En su lugar hay un joven, una vida que comienza. Está vestido con túnicas blancas, que es el color de Dios. Donde reinaba la muerte, ahora ha llegado la vida de Dios.
El ángel invita a las mujeres a mirar de nuevo: "Mirad el lugar donde lo habían puesto" (Mc 16,6).
Pero luego, para volver a ver al Resucitado, las mujeres son invitadas a ponerse en camino, a ir donde los discípulos, para que ellos también se pongan en camino y vayan a Galilea: "allí lo verán" (Mc 16,7).
El lugar del encuentro con el Resucitado es Galilea, donde los discípulos se pusieron en camino tras Jesús: nos encontramos con el Resucitado allí donde experimentamos un nuevo inicio, un nuevo comienzo.
Donde dejemos que el Señor nos saque de nuestras tumbas y donde no nos dejemos paralizar por nuestros miedos, que quisieran impedirnos caminar. Cada vez que el miedo es vencido, cada vez que comienza un nuevo paso de humanidad y de fraternidad, allí el Señor resucitado se hace presente en nuestras vidas.
Este es mi deseo para todos vosotros, para nosotros reunidos en este Lugar Santo, para toda nuestra Iglesia. Dejemos de buscar entre los muertos al que está vivo (cf. Lc 24,5), dejemos de perder el tiempo persiguiendo esperanzas meramente humanas, dejemos de perseguir quimeras de soluciones fáciles a nuestros problemas, que a menudo preludian amargas decepciones. Dejemos de poner en el centro de nuestra vida sólo nuestro propio dolor, sino que, como las mujeres del Evangelio, renovemos nuestro deseo de levantar la mirada de nosotros mismos. Mientras nos centremos sólo en nosotros mismos, no veremos nada más que a nosotros mismos, nunca encontraremos ninguna señal, nunca veremos ninguna presencia de luz.
Que la Pascua de hoy sea una invitación a ponernos en camino, a ir hoy a nuestra Galilea, a buscar signos de Su presencia en medio de nosotros, una presencia de vida, de amor y de luz. Encontrarlo presente en aquellos que todavía son capaces de gestos de amor y de perdón, de los que el mundo de hoy está mas sediento que nunca. Pido este don y esta gracia para todos nosotros, para nuestra Iglesia de Jerusalén, para que sea siempre la Iglesia que vive, espera, ama y camina en la luz del Cordero.
¡Felices Pascuas!
+ Pierbattista Card. Pizzaballa
Patriarca latino de Jerusalén