36º Encuentro Internacional por la Paz en Roma - 24 de octubre de 2022
El grito de la paz: religiones y culturas en diálogo
Hablar de diálogo, paz y justicia en Tierra Santa es siempre agotador. Es una tarea que se evita cada vez más, no sólo para evitar cierto tipo de retórica que ha caracterizado durante años reuniones, debates y asambleas de todo tipo, y de la que todo el mundo está ya un poco saturado, sino también porque el diálogo y la paz parecen un espejismo cada vez más lejano, que deja en las almas sentimientos de frustración y desconfianza, incluso de rebeldía y resignación. Por ello, en los últimos años se ha intentado evitar, en la medida de lo posible, hablar de ello. Me parece más fructífero hablar de unidad, de la capacidad de relacionarnos bien como parte de una vida de fe, entre nosotros en la Iglesia y con los demás, que de palabras como "paz y justicia", "esperanza" o "futuro". En Tierra Santa, estos términos se entienden como algo alejado de la realidad y, por tanto, corren el riesgo de caer en la banalidad y, en consecuencia, en la insignificancia. Además, cada vez estoy más convencido de que no podemos hablar de esperanza si no tenemos fe, porque la esperanza es hija de la fe. Hablar hoy de esperanza, sin situarla en un contexto de fe y confianza, es realmente retórico. Al fin y al cabo, como decía el gran profesor Heschel, el diálogo entre las creencias presupone que, en primer lugar, haya fe[1]. Por lo tanto, es desde la fe que debe basarse nuestro discurso. Por eso, en lugar de hablar de religiones en diálogo, prefiero utilizar la expresión "fes en diálogo".
Sin embargo, la fe y la religión se necesitan mutuamente. La fe es a la religión lo que el alma es al cuerpo. La experiencia de la fe, que está en la base de la vida de todo creyente y de toda comunidad religiosa, necesita también ser de alguna manera "institucionalizada", es decir, asumir formas y lenguajes reconocidos por toda la comunidad de esa misma fe. Sin embargo, la fe y la religión no siempre están en armonía. Puede ocurrir, en efecto, que quienes viven la experiencia de la fe no quieran, no sientan la necesidad o incluso rechacen sus formas institucionales - la religión, en definitiva, con su historia y sus rituales -, como si fuera una especie de contradicción con la experiencia de la fe. Esta percepción es bastante común, especialmente entre las generaciones más jóvenes, en los países occidentales, pero también cada vez más en Oriente Medio. Pero también puede ocurrir lo contrario: que sea la religión, la forma institucionalizada de la experiencia de fe, la que "olvide" su origen, y que, en sus formas visibles y externas, aparezca principalmente como forma e institución y no como lugar de acogida y expresión de la fe, entendida como experiencia de encuentro con Dios, de una vida alimentada y sostenida por la presencia del Dios providencial y misericordioso. Esta es quizá una de las razones por las que muchos jóvenes rechazan la religión, pero no a Dios.
En Oriente Medio, y especialmente en Tierra Santa, lo vivimos a diario. La religión ha adquirido una estructura institucional muy intrusiva; penetra en la vida ordinaria de las diferentes comunidades que componen nuestra sociedad. Determina no sólo las fronteras entre comunidades, sino también la vida civil dentro de cada una de ellas; a menudo es decisiva en las elecciones políticas y, más generalmente, en la vida política gubernamental. En Tierra Santa, en suma, las dinámicas comunitarias y las respectivas opciones están marcadas y definidas por las diferentes afiliaciones y liderazgos religiosos. La tarea de estos últimos consiste principalmente en "defender" sus respectivas fronteras identitarias, sus relatos históricos y religiosos y, admitámoslo, su poder. Defender los límites de la propia identidad y las narrativas religiosas significa también defender opciones políticas concretas, con consecuencias evidentes para la vida del territorio y las comunidades que lo habitan, tanto palestinas como israelíes.
Todo esto hace que el diálogo entre religiones sea muy difícil, porque este diálogo nunca es sólo interreligioso: siempre tiene implicaciones políticas y sociales. La coexistencia entre religiones, en definitiva, coincide con la coexistencia entre las diferentes comunidades civiles y religiosas de la sociedad. Y en una situación de conflicto, como la nuestra, el líder religioso que habla de diálogo, paz y reconciliación entre las religiones del país puede ser fácilmente considerado como alguien que renuncia a defender los derechos de su propia comunidad, o como un utópico, alejado de la realidad del país. ¿Qué hacer en este contexto? ¿Sigue siendo posible, en Tierra Santa, purificar la experiencia religiosa de sus diversas "contaminaciones políticas"? ¿Cómo pueden los credos y las religiones volver a ser ante todo un lugar de encuentro con Dios y, por tanto, también de armonía humana?
Tierra Santa, al igual que otras partes del mundo, es una tierra en la que la religión se está convirtiendo rápidamente en un elemento que cristaliza en las relaciones religiosas, políticas y sociales. Pero también es una tierra rica en muchas experiencias religiosas auténticas, donde los grupos, movimientos y asociaciones religiosas quieren volver a la experiencia original de su fe. Desean una vida en la que la fe dé forma a la existencia, muy distinta de los vínculos políticos u otras formas de poder. Pero también aquí hay que tener cuidado. La vuelta a la experiencia original de la fe no está exenta de riesgo de extremismo, como desgraciadamente debemos reconocer. Sin embargo, se trata de una cuestión distinta, que no queremos abordar aquí. Si bien hay que reconocer que las instituciones religiosas tienen problemas, también es cierto que hay "anticuerpos" en la sociedad, es decir, personas y lugares donde la fe sigue siendo una oportunidad para encontrarse y compartir.
Los simples ciudadanos, religiosos o no, y muchas personas y asociaciones que buscan juntos mostrar su amor y apego a su fe y a su tierra, formada por lugares y personas con sus propias historias y tradiciones, lo hacen a través de iniciativas comunes, o simplemente a través de relaciones amistosas, que trascienden las rígidas fronteras de la identidad y las afiliaciones religiosas. No es el momento de hacer grandes gestos en Tierra Santa, no es el momento – repito - de esperar que las instituciones religiosas y políticas tengan capacidad de visión y profecía. Las instituciones llegarán, tarde o temprano, pero mientras tanto, debemos trabajar y actuar allí donde la gente está dispuesta a comprometerse, a esforzarse en limpiar su fe y su religión, que con demasiada frecuencia están desfiguradas. Debemos trabajar a través de sus iniciativas de diálogo y encuentro, de oración y de compartir. Hay iniciativas de carácter más cívico y otras de carácter religioso, todas ellas unidas por el deseo de hacer realidad el encuentro y el diálogo. Pienso, por ejemplo, en el Centro Intercultural de Jerusalén. Compuesta por israelíes y palestinos, judíos, musulmanes y cristianos, se esfuerza por mejorar la vida de los habitantes de la Ciudad Santa, independientemente de su afiliación. Y no olvidemos las escuelas cristianas de la ciudad. Esta es una de las importantes contribuciones que la comunidad cristiana hace a sus ciudadanos. Por nuestras escuelas pasan casi diez mil alumnos, la mayoría musulmanes y cristianos. Gracias a ello, tienen la oportunidad de crecer, estudiar y aprender juntos. Recordemos también la iniciativa de la red de escuelas Hand-in-Hand, donde estudian juntos niños israelíes y palestinos. Si las instituciones tienden a ver sólo su propia narrativa religiosa y a negar la de los demás, si se niegan a reconocer las diferencias, el simple hecho de estar juntos en la escuela, cada uno con su propia identidad, se convierte en un gesto significativo. Indirectamente, estas escuelas educan para aceptar y respetar la identidad de los demás. No tenemos que compartir las mismas opiniones, pero podemos respetarlas. La amistad no se limita a los límites de la propia identidad, sino que va más allá.
En definitiva, existen innumerables iniciativas de formación e información organizadas por diversas asociaciones, tanto públicas como privadas.
Estos son sólo algunos ejemplos de la vida en Tierra Santa. Bajo la superficie de las disputas y las divisiones, de los diversos status-quo, fluye también un río de hermosa humanidad, de hombres y mujeres que se proponen expresar el deseo arraigado en sus corazones de amar a Dios. Hombres y mujeres que desean conocer al hermano y a la hermana que viven junto a ellos, que se niegan a creer que son extraños o incluso enemigos. Estas personas no se conforman con vivir según los estereotipos, sino que se hacen preguntas y buscan respuestas de forma directa y sincera.
Aquí es donde todavía reside nuestra esperanza. Y en este sentido, Tierra Santa, en contra de la creencia popular, puede ser realmente un modelo de convivencia y diálogo. Sólo el observador superficial se limitará a las consideraciones habituales sobre las dificultades y divisiones de este país, que, aunque existen, no expresan toda la verdad. El observador atento reconocerá, bajo la compleja superficie de la vida social de esta sociedad, un mundo de relaciones ricas y maravillosas.
En conclusión, diría que sí, que en este momento las grandes instituciones religiosas pueden estar en problemas. Sí, tardarán en recuperar la frescura y la libertad necesarias, que estoy seguro de que llegarán algún día. Debemos reconocerlo sin hacernos ilusiones.
Pero esto no significa que las experiencias de fe no sean capaces de palabras y hechos de profecía. Profetizar hoy es tener la valentía de la parresia en lugares de injusticia y de dolor, pero también es tener la valentía de la esperanza, de la confianza, del deseo sincero de encuentro, del rechazo de toda forma de miedo. En una época en la que sólo vivimos el presente, apostemos por un futuro que sin duda será diferente y construido por nuestro deseo de paz.
Porque mi experiencia me dice que todavía es posible. No debemos esperarlo de los grandes de este mundo, sino de los pequeños. Serán ellos, los pequeños del Evangelio, esas instituciones que he mencionado, pero también muchos otros, desconocidos para la mayoría, pero reales y presentes, los que nos dirán que la fe todavía puede generar vida y deseo de paz.
[1] "El primer y más importante prerrequisito de la fe es la fe" (A.J. HESCHEL, «No Religion is an Island», Union Seminary Quarterly Review 21/2 (1966) 123)