Estimados hermanos y hermanas:
Estimadas Excelencias,
¡Que el Señor os dé la paz!
Hace una semana estábamos juntos en Belén, como los pastores antes que nosotros, para adorar al Príncipe de la Paz que había venido al mundo. Una semana después, nuestra Iglesia se reúne nuevamente, aquí en Jerusalén, para celebrar a la Virgen María: la Theotokos, la Madre de Dios. Un título estimado por las Iglesias orientales, pero también por la fe de toda la Iglesia: inclinarnos ante el misterio del Verbo hecho carne y dado al mundo por la Virgen María.
Al comienzo de cada nuevo año civil, nuestra Iglesia se dirige a la Madre de Dios para invocar el don de la paz, a quien siempre se dedica este primer día del año.
Estamos acostumbrados a pedir a Dios, por mediación de la Santísima Virgen, el don de la paz: un gesto hermoso y bueno. Sin embargo, no debemos olvidar que la paz no puede existir si el camino de nuestras oraciones no se encuentra con el camino de nuestras elecciones. Como ya hemos dicho en varias ocasiones, la paz es fruto del encuentro entre la gracia de Dios que nos llega y nuestras opciones libremente tomadas. El canto de paz de los ángeles no se refiere tanto a la venida del Hijo de Dios al mundo como a la elección del Hijo de venir entre nosotros con humildad y no con poder.
Por tanto, la paz que invocamos debe convertirse en una elección.
Al comenzar un nuevo año bajo el signo de la paz, estamos llamados no sólo a invocar y acoger un don, sino a cultivar en nuestros corazones el deseo y la esperanza de una paz posible, y a creer que no es sólo un eslogan. En otras palabras, se nos invita a elegir, a diseñar la paz. Esto puede parecer utópico en nuestro país, en este mundo que, a pesar de sus declaraciones de principios, sigue utilizando la guerra como herramienta para afirmar la dominación y el poder. Todos los días oímos hablar de muerte, injusticia y violencia. Cada día se nos pide que adoptemos una postura, que reclamemos, que condenemos, que denunciemos. Pero incluso esto, con el tiempo, se convierte en un ritual que cada vez se sigue y escucha menos, simplemente porque forma parte de un ritual.
En este desagradable contexto, la primera tentación es retirarse, dejar de luchar, dejar de pelear por la paz que ahora parece inalcanzable y lejana, fuera de nuestro alcance. Algo en lo que quizá ya no creamos.
Pero ésta no es la fe y la esperanza de la Iglesia. Queremos y creemos en la paz como don de Dios y como compromiso fundamental de nuestra comunidad y de cada hombre y mujer de este mundo. No se trata de una utopía, sino de una profecía.
La Iglesia, nuestra Iglesia, en todas sus formas, está llamada, como nunca antes, a ser la comunidad alternativa, haciendo suyas las opciones del Príncipe de la Paz.
Volver la mirada hacia todo ser humano, comprometerse por la justicia y la paz en las relaciones sociales y políticas, luchar por el respeto y la dignidad de todo ser humano, es parte constitutiva de la identidad de la Iglesia. Es el fruto inmediato y directo de nuestro encuentro con Cristo. Es la consecuencia necesaria e inmediata de una fe madura. Como hemos dicho, la paz es un don recibido, pero que también debemos elegir libremente aceptar.
Es, pues, vocación de la Iglesia proyectar la paz, sembrarla en la confiada convicción de que Dios trabaja con nosotros, regando con su gracia los surcos trazados por los artífices de la paz.
Entreguémonos, pues, a las obras de la paz.
La primera obra es un retorno decidido al Evangelio de la paz: leído, meditado, vivido, traducido en estilos de vida cotidianos y concretos. El Evangelio de la paz es el Evangelio del amor, de la entrega, del perdón, de la paciencia. Dentro de unos días volveremos a celebrar el Día de la Palabra de Dios. Veo esto como una extensión de la celebración de hoy. Porque sin un retorno al Evangelio, sin una fe alimentada por el encuentro con la Palabra de Dios, nuestras acciones no pasarán de ser actividades sociales y, por tanto, corren el riesgo de perder su capacidad de visión, de liberación de sus propias consecuencias, que sólo puede dar una fe arraigada. Sin la presencia de Dios, nuestras opciones siguen siendo humanas y, por tanto, efímeras.
La segunda obra es un decidido regreso al mundo, a la realidad tal como es. Si hemos de cultivar y apreciar la vida divina dentro de nosotros, también estamos llamados a amar al mundo, a hacer presente en su vida la fe que nos sostiene. En cierto sentido, también nosotros estamos llamados a convertirnos en una especie de "theotokos". Al igual que María, con su obediencia, dio a luz a Jesús, el Príncipe de la Paz, ahora es nuestra vocación y misión como creyentes dar a conocer a Jesús y ponerlo en primer plano en la vida del mundo, mediante una fe que se expresa a través de nuestras acciones por la paz y la justicia. "Por mis obras os mostraré mi fe". (Jm 2,18).
No es fácil, lo sabemos. A menudo tenemos la tentación de resignarnos a esta época de violencia, de injusticias. Nos sentimos impotentes, abrumados por situaciones que, en tantas partes del mundo, parecen demasiado grandes para nosotros y sin salida. Pienso, en particular, en nuestra Tierra Santa, donde los conflictos invaden cada día la vida de cada hogar, de cada familia, de cada persona, dejando heridas difíciles de cicatrizar. Hacen de la vida cotidiana una lucha continua, dejando a demasiadas personas con sentimientos de humillación, que a su vez generan cada vez más resentimiento. Pienso en nuestros jóvenes, a menudo desalentados por tantas expectativas frustradas, tentados por sueños de una vida mejor en otra parte. Pienso en la vida política de nuestros países, cada vez más alejada de la vida real de nuestros pueblos, incapaz de expresar visiones y perspectivas claras a sus ciudadanos.
Sin embargo, la Natividad de Cristo, la fe en la Encarnación, debería llevarnos a pensar de otro modo. El Príncipe de la Paz no amaba un mundo abstracto, no encarnaba un contexto ideal o idealizado, no esperaba un tiempo favorable. Con su venida santificó el mundo e hizo propicio el tiempo. Esto también es cierto para nosotros: nuestras acciones, informadas por nuestra fe, pueden hacer que todo sea santo y digno, incluso en las realidades más desgarradas. La vida en Tierra Santa será santa y digna no cuando cambien los tiempos, sino cuando decidamos que así sea. Será nuestro amor, nuestro compromiso, nuestra pasión lo que hará que la vida sea bella y digna. Nuestra fe debe llevarnos a esto, a transformar nuestras vidas, aquí y ahora. Aunque no cambie la realidad, cambia nuestra forma de afrontarla.
Por último, la tercera obra de paz es un serio retorno a uno mismo. Las opciones proceden del corazón humano: quizá todos debamos reconciliarnos con nosotros mismos, con nuestras expectativas, con nuestras ilusiones, que a menudo corren el riesgo de convertirse en decepciones. Quizá debamos aprender, con el tiempo, a purificar estas expectativas, a menudo contaminadas por nuestro orgullo. La unidad que tanto deseamos en nuestra sociedad necesita también que nuestros corazones estén unidos y reconciliados. Un corazón que ha encontrado el perdón podrá abrirse a los demás con confianza, sin miedo. De nada sirve hablar de paz si el corazón está dividido. No somos creíbles en nuestro trabajo por la justicia si nuestras vidas y relaciones personales no son brillantes y transparentes. No podemos ser artesanos de la paz si nuestros corazones están llenos de ira y resentimiento.
Para los creyentes en Cristo, para la Iglesia, concebir la paz exige no huir del tiempo y de la tierra, ni habitarlos con ira, resentimiento o resignación. Requiere amarlos, servirlos -a veces reprendiéndolos-, pero sin embargo aceptarlos con amor y paciencia, e inculcarles la semilla de la paz.
Concebir la paz es, al fin y al cabo, estar en el mundo como estuvo Jesús. Significa difundir el camino de la Encarnación, que celebramos, pero que también estamos llamados a generar cada día en la vida del mundo, con paciencia, con amor y con la confianza de que este mundo nuestro, tal como es, a pesar de todo, es el lugar donde "el amor y la verdad se encuentran, la justicia y la paz se abrazan" (Sal 85,11)
¡Feliz Año Nuevo!