Logo
Donar ahora

Homilía del Patriarca Pierbattista Pizzaballa para el Jueves Santo de 2022

Homilía del Patriarca Pierbattista Pizzaballa para el Jueves Santo de 2022

Excelencias Reverendísimas, 

Queridos sacerdotes, 

Queridos hermanos y hermanas, 

Expreso todo mi agradecimiento al Señor y a vosotros por esta hermosa participación, que reúne tanto a nuestra Iglesia en Jerusalén como a muchos sacerdotes, religiosos y fieles de todo el mundo. Es un signo del retorno a la vida eclesial y social plena; una pequeña resurrección, a pesar de las sombras de muerte y violencia que, aquí y en el mundo, todavía quieren imponerse a nuestras conciencias. 

Parece no tener fin el prodigioso duelo entre la Vida y la Muerte del que todos somos testigos, tanto espectadores atónitos como protagonistas llamados a participar en él. 

Como nosotros y para nosotros, también Jesús se encontró en medio de un conflicto; Él también fue protagonista y víctima de un duelo entre la vida y la muerte, también tuvo que hacer frente a la violencia, la injusticia, la crueldad; y, sin embargo, suscitó vida y esperanza a su alrededor. 

En los últimos años, todos hemos experimentado, y aún experimentamos, desorientación y fatiga. Dos años de cierres por la crisis sanitaria han agotado a muchas familias y a muchos de nuestros sacerdotes. También pesa mucho la ausencia de perspectivas claras en nuestro contexto social. Como he constatado en los últimos días, la violencia cíclica asusta a los padres, que temen por el futuro de sus hijos. Hay una evidente falta de referencias seguras, así como un sentimiento de soledad. Y si esta soledad puede parecer disminuir a través del uso de los medios, es solo una ilusión. El hombre no se alimenta del compartir virtual, sino de las relaciones reales. Nuestras liturgias no pueden ser virtuales; requieren encuentros reales. Incluso fuera de nuestro país, la situación actual no parece mejorar... Basta pensar en lo que está sucediendo en el corazón de Europa. 

Todo este contexto fácilmente nos lleva a pensar principalmente en nosotros mismos, en lo que nos beneficia o, como mucho, en aquellos que nos son queridos. El tiempo parece ser para la dispersión, el egoísmo y la ausencia de un verdadero sentido de comunidad. 

Es en esta situación que la Pascua de Jesús, que se dio a sí mismo para reunirnos, viene a nuestro encuentro. Ante nuestros miedos, dentro de nuestros encierros, de nuestras puertas enrejadas, Él se abre camino, no con la magia de las soluciones fáciles ni con un juicio despectivo y superficial, sino con una confianza en el Padre más fuerte que el miedo, y con un amor por nuestros hermanos y hermanas mayores que nuestros cierres. 

En este día santo, memorial de su don eucarístico y de su entrega en manos de sus enemigos, viene de nuevo a nuestro encuentro, en la palabra y en el sacramento, indefenso como entonces, manso como entonces, dispuesto a hacer de la muerte un don para transformar violencia en perdón. No huye de la decisión de Caifás, no impugna el juicio de Pilato, no amenaza a los verdugos; y esto no por pacifismo amanerado o por simple no violencia pasiva, sino para afirmar una reacción nueva y verdaderamente victoriosa: la de la confianza en Dios y el amor a todos. 

Me gusta ver aquí la verdadera raíz y fuente de la sinodalidad, que el Santo Padre propone como camino de la Iglesia en este tiempo que la Providencia nos llama a vivir. La invitación a la sinodalidad es simplemente la invitación a “ser Iglesia” en el momento de la dispersión; para animar a todos a caminar juntos. La Iglesia, que es el Cuerpo vivo de Cristo en el tiempo, nuestra Iglesia, sólo puede vivir y entregarse para esto, "para reunir a los hijos de Dios que están dispersos". 

Permitidme, pues, como vuestro obispo, dirigir una palabra a la Iglesia que el Señor me ha confiado y que, hoy, a través de esta celebración, vive su epifanía más auténtica. La palabra que quiero decir va dirigida a todos, antes y más allá de las legítimas distinciones ministeriales y carismáticas que el Espíritu suscita entre nosotros: "Volvamos a la comunidad". 

Volvemos y nos quedamos en Jerusalén, volvemos y nos quedamos en la Iglesia. Como los discípulos de Emaús, hemos sido repelidos o alienados de la comunidad por nuestros miedos, nuestra pereza, nuestros errores de cálculo y nuestras esperanzas frustradas. Pero el Señor que se pone en nuestras manos, su Amor que acepta morir por nosotros hasta el perdón, nos hace volver llenos de alegría al encuentro con nuestros hermanos y hermanas. Que el Espíritu, como hace con el pan y el vino, nos transforme en Iglesia. 

Dejemos que el Maestro nos sirva, destruyendo nuestra obstinada resistencia al perdón y la misericordia. El Maestro se convierte en nuestro esclavo y nos muestra el verdadero sentido de la caridad recíproca, no con palabras sino con gestos. 

Como ministros de la Palabra y de los Sacramentos y como pastores del pueblo de Dios, nos convertimos en una comunidad de fe cuando aprendemos a escuchar a los demás antes que querer enseñarles; cuando llegamos a conocer el sufrimiento antes de querer llevar nuestros propios remedios preparados a los demás; cuando aprendemos a experimentar el perdón de Dios sobre nosotros mismos antes de administrarlo a nuestro alrededor. Y como miembros laicos de la Iglesia, nos convertimos en comunidades de fe cuando aprendemos a colaborar en la misión de amor de Cristo, abriendo los ojos a lo que Él está realizando más allá de las fronteras, de nuestras familias, de nuestros amigos, de nuestros valores étnicos y culturales, de nuestras aspiraciones sociales y políticas, por justas que nos parezcan. Al lavar los pies de sus apóstoles, Jesús no hizo distinción entre Judas, que lo traicionó, Pedro, que lo negó, o Juan, su discípulo amado. A todos los sirvió por igual, mirándolos con el mismo amor con que abrazó al mundo desde la cruz. El único poder de la Iglesia es la cruz de Jesús y su amor que habita en ella. 

Somos la Iglesia; ¡entonces seamos esta Iglesia! 

Hagámonos esta Iglesia escuchando con convicción a Dios y a nuestros hermanos y hermanas. Que la escucha sea la forma concreta de la caridad eclesial, que se convierte así en una apertura hospitalaria a los demás, sin exclusiones ni prejuicios. Aprendamos a escucharnos antes de hablar, aprendamos a hacer espacio en lugar de ocuparlo, aprendamos a abrirnos en lugar de cerrarnos. 

Seamos uno en nuestra participación comunitaria en la oración y la celebración. Que la liturgia sea un lugar de acogida para Dios y para los demás, para que lleguemos a ser "un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo". Aprendamos a celebrar, no para exhibirnos o autoafirmarnos, sino para redescubrir la relación que fundamenta nuestro ser para Dios y para los demás. Estemos atentos a un culto que sea uno con nuestra vida, en lugar de un lugar para la exhibición de uno mismo. 

Nos convertimos en Iglesia en fraternidad presbiteral y  corresponsabilidad laical. No porque la unión sea la fuerza, sino porque es por esto –y sólo por esto– que seremos reconocidos como discípulos del Señor: “si nos amamos los unos a los otros”. La credibilidad de nuestro testimonio depende de nuestra confraternidad. 

Que los óleos que consagramos fluidifiquen el dinamismo de nuestra sinodalidad. 

Que el lavatorio de los pies nos capacite para caminar juntos. 

Que la Eucaristía celebrada y recibida renueve en nosotros la pasión por la Iglesia y su misión. 

Que la compañía de nuestros hermanos y hermanas, en la tierra y en el cielo, nos sostenga y consuele. 

Y así, de nuestras dispersiones, seremos devueltos a la unidad. 

¡Amén! 

†Pierbattista Pizzaballa 

                                                                               Patriarca Latino de Jerusalén 

Attachments

holy-thursday-2022-sp-pdf (1).pdf